4.29.2010

Suicidio perfecto

El sol le pegó en la cara esa mañana de invierno frustrando su sueño, fue entonces que Alfredo Gómez decidió que era hora de acabar con su vida.

Era una idea que había estado trabajando desde hacía muchísimo tiempo atrás, pero cada vez que pensaba que ya había tomado una decisión, tenía una nueva esperanza que lo persuadía. Esta vez, ya se habían agotado y esperaba una última señal y el sol en su cara incomodándolo parecía la razón perfecta.
Había pues, en los últimos días, perdido su trabajo, ya debía 14 meses de alquiler y el ultimátum estaba dado. Su “novia” lo había dejado, le habían negado la visa para intentar una nueva vida en algún otro país. Su sueño de ser un reconocido poeta se había convertido en un estorbo, nadie reconocía su talento. Su perro lo había mordido y luego se había escapado, su baño estaba atorado y se había terminado el café. Alfredo se sentía una cucaracha. Peor que una cucaracha en verdad, porque a ellas, por lo menos, siempre las notaban. Él se había convertido en el ejemplo perfecto de un don nadie.

Había tomado una decisión, acabar con ese enredo, acabar con su vida.
Se paró entonces de su cama y caminó por el cuarto que no había saludado una escoba desde hacía ya 3 meses.
Daba vueltas dudoso, con las manos apretadas, sudando frio y con un vacio en el estómago. Esperaba desesperado que algo lo hiciera cambiar de opinión y volver a la cama. Espero. Nada pasó.
Fue después de unos segundos inmóviles que empezó a sonreír como nunca lo había hecho antes, tenía una idea, una muy buena, una que por primera vez no sonaba mal, es más, era perfecta.
¡Tendré el mejor suicidio de la historia! – gritó en su cuarto, y el rebote de su voz en las paredes sonó como una excelente idea. Alfredo Gómez había decidido tener una muerte que causara sensación, única, un suicidio espectacular, del que la gente hablaría por semanas, meses tal vez, o quién sabe, quizás, pensó Alfredo, lograría al fin ser recordado por algo. Una muerte tan romántica, tan poética que representaría toda la poesía que llevaba dentro y que nadie nunca quiso escuchar.

Su sonrisa ya no cabía en él, empezó a saltar, a bailar, a dar vueltas por todo su cuarto hasta marearse y caer en un rincón. Buscó entre la ropa del piso desesperado, de un pantalón sacó una pequeña libreta llena de apuntes de frases o juegos de palabras que en algún momento de ebriedad, después de tanto repetirlas, le llegaron a sonar “profundas”. Ni siquiera las miró antes de arrancarlas, solo las tiró y sintió alivio, como si fueran pedazos de él que arrancaba. En la última página que quedaba empezó a escribir su plan.

Tenía que ser simple, trabajado, pero que no parezca que lo había planeado, tampoco, que no le había dado la debida importancia. Lo primero era una carta larga de despedía al mundo, donde escribiera frases tan bellas que llegarían al alma. Demostraría que si había nacido para escribir, para ser poeta y quizás así al fin lograría que lo publicaran. Pensó también que tendría que usar ropa apropiada para las fotos de la prensa. Sabía muy bien que usaría, su terno gris, aparte de darle un toque sombrío a todo, era la única prenda limpia que quedaba en su armario. Anotó otras cosas como fotos de él, una representando cada etapa de su vida, por si querían hacer un documental o algo así. También, obviamente sus poemas, esos que siempre fueron tan rechazados y una vez muerto él serían admirados. Una flor para parecer más sensible, cigarros para dar un toque bohemio, una botella de ron para despertar curiosidad. Anotó también llevar sus documentos con él, para que no se demoraran investigando quien era aquel interesante hombre, cosas básicas, pensó, que alguien siempre llevaría consigo: DNI, partida de nacimiento, certificado de vacunas.
Ahora le faltaba lo más importante, el cómo. Pero Alfredo ya había meditado tantas veces la idea que tenía múltiples opciones.
Pensó que la más poética sería cortarse las venas con un pequeño cuchillo de plata que le regaló su papá cuando él era todavía un niño, eso también estaba escrito en su carta de despedida, para motivar más al llanto claro. Pero la verdad es que sé moría de miedo de una muerte tan larga y dolorosa, así que decidió hacerlo pero solo “por encima”. Lo que causaría realmente su muerte sería veneno de ratas, eso si vendía. Pero tampoco le cuadraba morirse en su casa, porque para el número de visitas o llamadas que recibía… seguro nunca encontrarían el cuerpo. Entonces le quedaba la ultima opción, el tirarse de un precipicio.

Estaba todo decidido. Mientras escribía la carta de despedida (que no salió tan emotiva como esperaba), feliz se imaginaba cómo reaccionaría la gente, como su suicidio sería único en la historia “mundo pierde gran poeta” se imaginó en los titulares de los periódicos, en primera plana, interrumpiendo las novelas en el canal 2 para dar tan trágica noticia. Al fin sería reconocido, al fin hablarían de él, no podía con la emoción, sentía que su corazón iba a salir por su boca dando saltos, pero no, lo necesitaba dentro de él latiendo hasta tener todo preparado. Lo único que faltaba eran unas cuantas lágrimas por el papel, que corrieran un poco la tinta, para llevar todo esto a otro nivel, pensó, pero no tenía ganas de llorar, estaba demasiado contento. Las dejaría para después, sabía que en el momento las lágrimas serían su mayor compañía.

Se puso su terno gris, metió los documentos en sus bolsillos, actuaba pero el mundo se había detenido para él, solo lo dominaba un increíble placer de poder estar apunto de vengarse del mundo que lo había tratado tan mal.
Acomodó como hipnotizado todo lo que tenía anotado en una pequeña caja de madera que dejaría en el lugar del que saltaría y salió de su casa sin mirar atrás.

Caminó hasta el malecón de Miraflores, porque estaba cerca y porque en el camino había decidido que era demasiado sensible (o cobarde) como para saltar de un precipicio, y había decidido acabar su vida con una sobredosis de pastillas al aire libre. Como no tenía ni un sol para comprar alguna, su solución fue tomar todo lo que encontró en su baño: algunas muestras gratis de redoxón, pastillas panadol, un frasco de doloral, aseptil rojo, un par de antidepresivos que ya habían expirado, un frasco de alcohol etílico y algunas cosas más que ni siquiera revisó.
Se paró frente al mar y abrió los brazos para sentir el aire, aspiró muy fuerte para respirar por última vez la brisa marina y fue entonces que un asqueroso olor a harina de pescado se le impregnó en los pulmones, si necesitaba una señal más, esta era, el mundo lo odiaba.
Volvió a mirar con odio al mundo y repasó: se “cortaría las venas” con el pequeño cuchillo, luego se tomaría su botiquín y el mareo lo haría caer por el pequeño precipicio del malecón y ahí terminaría su vida. Acomodó las cosas en la cajita y prendió una vela al costado (rogando no se apagara por el viento) como para llamar la atención de algún peatón. Todo listo.

Faltaban solo las lágrimas en la nota. Y empezó a pensar en lo que pasaría para conseguir unas cuantas pero solo se excitaba con la idea cada vez más. Miró directamente al sol por un minuto sin pestañar, pensó en cosas horribles, cantó canciones de amor. Nada lo hizo llorar. Sin lágrimas sería entonces, pensó, nada lo iba a detener. Sacó el cuchillito y segundos antes de realizar el primer corte una voz lo desconcertó – te vi tratando de llorar, usa mi gas pimienta, si quieres, yo ya no lo necesito – volteó y siguió con la vista la mano del hombre que ofrecía el útil frasco de gas pimienta y llegó hasta un pequeño hombre con terno gris que le inspiró toda la ternura que él nunca había inspirado. Tomó el frasco agradeciendo con la cabeza y trató de concentrarse pero sus ojos no podían dejar de perseguir a aquel extraño ser que se alejaba.

Harto de no poder concentrarse en su muerte, se paró y fue siguiendo el camino que el hombrecito había tomado. Escondido atrás de un árbol pudo verlo bien. Al costado de este, una caja con una carta con la tinta un poco corrida por las lágrimas, un libro de poemas encima, algunos cigarros, fotos, una flor, una botella de ron y dos velas. En sus bolsillos, se veían documentos de identidad metidos a la fuerza, en sus manos, un pequeño cuchillo y unas cuantas pastillas regadas por el piso.
Alfredo se alejó sin cambiar su expresión, decir o pensar una sola cosa, recogió su caja de madera y empezó a caminar con dirección a su casa.
-Putamadre-dijo al fin, dejando salir todo su lenguaje poético, sabía que ese, el del pequeño hombre, era el suicidio perfecto – él tenía dos velas, por si acaso.