5.07.2010

De lo que recuerdo, tu historia

Cuando mi vista pasó por él lugar donde ella estaba sentada se pasó de largo al siguiente asiento del micro. Luego al siguiente y así hasta que me di cuenta que tenía la descripción de todas las personas que estaban ahí sentadas menos la de ella.

Retrocedí entonces con los ojos y la volví a ver, de pies a cabeza y de cabeza a pies, pasando por sus zapatos azules, o rojos, o morados. Por su falda, o pantalón. Por su polo de manga larga, o corta o cero. Por su pelo que era rubio, o castaño, o negro y extremadamente largo, o corto.



Toqué la punta del lápiz con mi lengua y me lastimé, de eso si me acuerdo con exactitud, y luego la apoyé encima del único espacio del papel que quedaba libre entre un mar de descripciones.

Por primera vez en la vida, o en la vida que recordaba hasta ese momento, no salió de mí ni una sola palabra. Mercedes Rojo Acosta, nombré del que me enteraría meses después, había frustrado mi nuevo proyecto con su cara tan olvidable, con sus gestos tan neutros, tan poco (o nada) inspiradores, con su vida tan copada de desinterés por mi parte, con su figura que solo ocupaba un espacio negro entre las miles de figuras que yo había descrito y vuelto a inventar, y su historia, su historia que era una gran incógnita para mí, y no me refiero a su historia de verdad, sino a la que yo tenía que inventar sobre ella, era completamente inexistente y lo peor de todo, es que no me interesaba ni un poquito.


Al decidir no darme por vencido, empecé a pensar que hubiera hecho un escritor famoso y no un novato como yo que se propusiera crear personajes de todas las personas que se le cruzaran en el día a día. Que hubiera hecho uno de esos grandes y reconocidos escritores europeos al ver a una chica tan y tan poco misteriosa en un metro en Madrid. Entonces eso mismo haría yo en la 35 camino a mi casa, en Lima. Empecé por observarla detalladamente: lunares, cicatrices iban apareciendo ante mis ojos según recorrían su pálido (o bronceado) rostro y según iban avanzando a otra parte de su cara, los rasgos que ya había visto se iban por completo de mi cabeza. No servia.

Pensé en otra cosa, de repente examinar su ropa, sus manos, como se sentaba, hacia donde veía y nada, nada podía venir a mí de todo lo que estaba viendo, ni una palabra escrita, ni una silaba posible en mi cabeza, nada.


La frustración tocó mi puerta por primera vez ese día, lo recuerdo como si hubiera sido ayer, pero no recuerdo si ella se bajó antes o después que yo. No me acuerdo tampoco donde se subió ni en que asiento estaba sentada. En verdad ni siquiera recuerdo si estaba parada o si estuvo allí. Ese día cuando llegué a mi casa mi mente la había eliminado por completo, solo recordaba que había algo de lo que me quería acordar, esa sombra negra, sin forma, sin nombre, sin historia me pedía a gritos que le encuentre una, que la acomodé y que le de una razón. No pude dormir.


Pensé que todo era parte de mis rarezas por las cuales mis amigos siempre me dijeron que yo terminaría como pintor o escritor o hasta músico, por las cuales juré que jamás terminaría en una oficina con saco y corbata. Por esos pequeños detalles que yo solo notaba y que daba vueltas en mí durante días y crecían y crecían haciéndose cada vez más importantes en mi vida. De repente sí, todo esto era una obsesión creada por mi cabeza. Y pensando que todo fue creado por mí, que ella fue creada por mí y que había sido solo una chica sin importancia, me sentí aliviado. Hasta que 3 meses después la volví a ver.

Esta vez llevaba un vestido o un buzo increíblemente negro. La blancura de su ropa fue seguramente lo que me llamó la atención. La vi desde lejos en un supermercado cuando hacía el mismo ejercicio que aquella vez en la 35 camino a mi casa. Y sé que la reconocí porque mi lápiz se quedó sin palabras en ese momento. Carajo, la obsesión había vuelto; mi silencio, también.


Los meses que siguieron la vi muchas veces, casi a diario cuando descubrí que era mi vecina, y que lo había sido desde hacía 14 años. Gracias a mi mamá me enteré de su nombre, Lucía Salazar Rivera, y este, para variar, no me dijo nada.

Salía todas las mañanas a mi ventana a verla caminar hasta el paradero, o salir en su carro o en su bicicleta, no recuerdo. Y me prometí no volver a escribir una sola palabra hasta que sea sobre ella y creo que la convertí en la más grande, frustrante y hermosa de mis obsesiones. Sus pasos, su mirada, su risa, nada, no me decían absolutamente nada, no se qeudaban en mí, no me parecían interesantes, no tenían principio ni final y yo sufría por darle la historia que merecía, o sobretodo, que yo merecía escribir.


Pasaron los años y me mudé de la casa de la que ella era vecina, pero la seguí viendo a diario en mi nueva casa, porque también era de ella, ya que habíamos prometido que todo lo de ella sería mío y todo lo mío de ella. La veía despertar a mi costado todos los días y era su beso el que me llevaba antes de irme a trabajar a mi oficina cada mañana (con saco y corbata). Rogué todo ese tiempo que la maldición desapareciera, rogué poder darle su historia a la mujer que mas amaba ahora en el mundo y que sentía tan mía y tan desconocida.


Me quedaba horas mirándola, en la cama, en la ducha, mientras desayunábamos, en el altar. Y ella nunca entendió el porqué. Solo me sonreía, o lloraba, no me acuerdo y yo solo la miraba con la punta del lápiz mojada con mi saliva y apoyada en el papel, inmóvil. E inmóvil porque yo había prometido algo y por esa promesa fue que no volví a escribir desde el día en que Ana Belén Rojas se cruzó en el camino de mis ojos en la 35 yendo a mí casa y corto mi lengua, mi mano y mi cerebro, desde el día en que empecé a enfermar por no poder darle lo que necesitaba.

Y la veo ahora y moriría por tener el lápiz en la mano en este momento, pero estoy muerto, y los muertos no hacen esas cosas, solo comen las sobras de los funerales y observan. Y yo solo la observo a ella, y solo a ella porque es la única que queda en esté pequeño y oscuro cuarto que tanto huele a flores y penas.


Quién diría que su historia siempre estuvo delante de mí y en mis manos, quién diría que su mirada ahora, en este preciso momento me expresaría todo lo que yo debí ver en el pasado. Existió creo para darle a mi vida esa neutralidad que le faltaba, ese último punto que va al medio y que logra el equilibrio pero que siempre ignoramos porque lo que vemos son las cosas más grandes, por lo menos yo. Y fue lo que necesité para poder existir y para poder dejar de escribir y sentirme el mejor escritor. Yo tenía su historia y eso es suficiente, y fui parte de esta y ahora puedo verlo en sus ojos, todo ese amor y esa tristeza que me hacen corroborar todo lo que ahora me hace quedarme tan tranquilo. Aquí echado tengo frío, no tengo un papel y no puedo dejar de verla, se pega al vidrio y estamos casi cara a cara, luego aprieta los puños y a mi se me aprieta el corazón. Toda esa tristeza, o felicidad, o tranquilidad… o desesperación que vi por última vez en su rostro, ahora que ya dejó el salón, ya no lo recuerdo.



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